sábado, 2 de febrero de 2008

Arrepentimiento

Sí, ya sé, doctor, sueño insistentemente con elefantas. El mes pasado, sin ir más lejos, soñé que a una le pasó lo mismo que a una novia que tuve en Calahorra. Pero también sueño con obispos. No, con avispas, no, con obispos. Escúcheme, doctor. ¿Ha oído hablar de los crímenes de la plaza de Colón? Sí, claro, todo el mundo ha oído hablar del obispo asesino. No, no, doctor, no le estoy hablando de la abeja Maya. Tiene que escucharme; todavía siento escalofríos cuando recuerdo lo que soñé hace dos noches. Sí, doctor, trataré de relajarme. Pero no estoy loco. Mi sueño era tan real como lo que está sucediendo aquí ahora mismo. Había estado tomando unas copas con una elefanta; perdón, quiero decir, con una compañera de trabajo. Habíamos tenido una jornada agotadora y, quizás, bebimos más de la cuenta para aliviar toda la tensión acumulada. No, doctor, no siento ninguna atracción por mi compañera. Ella lee la prensa y le gusta la pintura y la música clásica. Yo disfruto más viendo “Aquí hay tomate”. Me conecta más a la realidad. Ya sabe, soy un intelectual de lo cotidiano. Pero bueno, como le estaba diciendo, nos despedimos a la salida del bar y yo me dirigí caminando a mi casa. Eran más de las doce y las calles estaban casi desiertas por esa zona. Sí, sí, doctor, claro que fue un sueño. Pero, escuche, fue todo tan real, que aún se acelera mi corazón al recordarlo. Había llovido y las luces reverberaban en la superficie del asfalto. Al detenerme en un semáforo, escuché unos pasos cadenciosos y firmes de tras de mí. Giré la cabeza y no vi a nadie. No, doctor, ya le digo que nunca he tenido manía persecutoria. Como decía, continué mi camino con cierta sensación de inquietud . Llegué hasta mi portal y miré a ambos lados de la calle. Nadie. Entré y subí con cierta urgencia las escaleras hasta el primer piso, donde yo vivía. Al introducir la llave, noté que la puerta estaba abierta. Entré con una angustia que atenazaba todo mi cuerpo y advertí que la luz del baño estaba encendida. Con el mayor sigilo, me aproximé hacia allí y mis ojos recorrieron toda la estancia y..., nadie, nadie, nadie. No había nadie, doctor. Un frío sudor recorrió todo mi cuerpo y tuve la sensación de que una presencia intangible se hallaba cerca de mí. Abrí el grifo del lavabo y, en un estado de conmoción indescriptible, me lavé la cara repetidas veces. Al alzar la cabeza, mis ojos se quedaron paralizados en el espejo. Sí, doctor, allí estaba, justo frente a mí; un horripilante obispo, de nariz encorbada y mirada turbia y asesina. Vestía completamente de negro y un enorme escapulario colgaba de su cuello. Alzó su mano y contemplé con estupor que un tremendo cuchillo de chef decorado por Mariscal, que había distribuido El País el día anterior, refulgía amenazante ante mí. Traté de gritar, pero la mueca del grito se congeló en el centro del espejo y, entonces, sí, doctor, fue en ese momento, justo al filo de la muerte, cuando me di cuente de que el obispo, el siniestro autor de los crímenes de la plaza de Colón era..., era yo, doctor, y estaba disponiéndome a cometer el último crimen posible contra la imagen reflejada en el espejo.

MAC

2 comentarios:

Departamento de Lengua dijo...

Mucho lo tuyo, caimán. Cómo mola.
Ángela

laury dijo...

me ha gustado mucho porque sirve de arrepentimiento para las personas que han hecho algo malo o que no le gusta.