martes, 12 de febrero de 2008

papá pegaso

Yo de pequeña era de esas niñas que querían creer que si cerraba los ojos suficientemente fuerte, al abrirlos sería una princesa. Nunca tuve muchos juguetes ni disfraces porque en mi familia el dinero sólo llegaba para comer, por lo que siempre debí tirar de imaginación. No creo que papá fuera malo, sólo que estaba triste porque no encontraba trabajo. Cuando era más pequeña jugaba conmigo, se metía en mi mundo de colores y era mi caballero favorito. A veces jugábamos a que yo era la princesa y él el príncipe que me salvaba de la altísima torre donde aguardaba, sola, mi fatal destino. Entonces me cogía en volandas y me hacía volar por toda la habitación montada en su lomo de pegaso. Pero cuando se fue mamá todo cambió: Papi dejó de jugar conmigo y, cuando cuando llegué a los 12 años, tuve que dejar el colegio para hacerme cargo de él y de la casa. Se había ido deteriorando con el tiempo y la soledad y parecía que no me perdonara ser hija de mi madre. Comencé a trabajar de limpiadora en casas ajenas y se me exigió crecer tan deprisa que a los 16 años tenía aires decrépitos. La niña soñadora que fui quedó desplazada al confín de los confines de la esquinita más polvorienta de mi cerebro. Nunca he sabido sumar hasta más de diez, ni multiplicar, ni dividir. He ido envejeciendo bajo el yugo de un padre loco al que realmente no reconocía. He sufrido insultos de todos tipos, y todos estos castigos fueron por haber nacido, por haber sido una niña ingenua y haber soportado que un señor resentido me pisoteara toda la vida. Una vez me enfadé conmigo misma por ser tan miedica y tan poco subversiva, así que me tomé unos tragos de una botella wisky, cogí el cuchillo con el que hacía la cena y fui hacia él con toda determinación. Me vió. Forcejeamos un poco y comprendí que nunca le ganaría por la fuerza, así que decidí echar mano de mi antigua imaginación. Dejé que me apuñalara en el caos de la pelea, procurando no perder todas las fuerzas y desterrar el dolor, y cuando creyó que moriría desangrada, me saqué el cuchillo de las entrañas y le rebané el cuello. Por fin podía volver a ser una niña tranquila. Mientras fallecía corrí hacía esa esquinita que acababa de redescubrir, y en la ironía del destino no pude más que pensar que mi pegaso volador se había convertido en un jamelgo asesino, que en realidad me había llevado siempre "volando" entre sus fauces.


Clara

3 comentarios:

Departamento de Lengua dijo...

¡Qué guay!
Escribes muy bien, leona

Twiggy dijo...

es que me ha enseñado mi mamá...

Ricardo G.M. dijo...

¡Muy bien Clara¡, me alegro que la imagen te haya inspirado..
Argiem